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sábado, 23 de abril de 2011

El bar del folies Bergères

Y direis, a que viene ahora este cuadro...., en breve.. sabreis el porqué....

 

 

Fuente.- http://www.uv.es/hmr/manet/manet.html

 

 

 

Un bar de las Folies Bergère

Eduard Manet, 1881

Una declaración de amor a la capital del mundo



Copyright de Benedikt Taschen Verlag GmbH (1995), en la obra (muy recomendable) de Rose-Marie & Rainer Hagen: "What Great Paintings Say (Old masters in detail, Vol.I)", pp 164-169, ISBN-3-8228-9057. Y por ésta traducción al español: Héctor Rulot Segovia, 1996.

Para su último gran trabajo, el artista, ya seriamente enfermo, escogió un tema que era "poético y maravilloso": el reflejo de un bar en el palacio de diversiones más famoso de Europa. Éste, con sus brillantes luces y bellas mujeres, era el templo de la "joie de vivre" parisina y el lugar predilecto del dandy Manet; el cual, dos años antes de morir, completó el cuadro (96 x 130 cm) que ahora se halla en el Courtauld Institute, en Londres.


El cuadro completo
La mujer joven de rubio flequillo, con sus brazos apoyados en el mostrador de mármol, muestra un aire algo indiferente. En la superficie frente a ella hay botellas de champán, de cerveza rubia y de licor de menta. Entre las botellas lucen brillantes mandarinas y pálidas rosas en un jarrón. La joven ha puesto un ramillete de flores en el ancho escote de su vestido, junto a su blanca piel. Únicamente el gran espejo tras la mujer nos dice donde estamos. Refleja a un hombre con sombrero de copa que mira intensamente a los ojos de la joven, así como una habitación llena de gente, movimiento y brillo.
La joven y su bar se hallan en el famoso y parisino cabaret de las "Folies Bergère". Ningún otro lugar, según recordaba en 1964 un entusiasmado Charlie Chaplin, "exudó nunca tal glamour, con sus dorados y terciopelos, sus espejos y sus grandes arañas". Chaplin actuó allí a principios de siglo, en el programa de variedades: música ligera, ballet, mimo y acrobacia. Y son, sin duda, las piernas y verdes zapatos de un artista del trapecio los que asoman por la parte superior izquierda del cuadro.
El palacio de la diversión se hallaba cerca del Boulevard Montmatre en el corazón de París, la cual era considerada, y no sólo por sus habitantes, la capital del mundo. Hacia mediados del siglo XIX, la capital francesa - cuya población cuadruplicó entre 1800 y 1900 - llegó a ser un símbolo de las artes, de la industria, del progreso de la ciencia y del buen vivir. "A diferencia de otras ciudades, París ya no es sólo una reunión de gente y piedras", declaró un bastante orgulloso contemporáneo, "es la metrópolis de la civilización moderna".

Brillo en sociedad

La platea
Durante los exuberante setenta y ochenta, las Folies Bergère fueron considerados el lugar más moderno, más excitante de todo París. El último adelanto tecnológico exhibido en la "Feria de la electricidad" en 1881, ya había sido instalado en las Folies Bergère: claras esferas, eléctricamente iluminadas, brillaban junto a las familiares arañas iluminadas con gas. En concordancia con la Anglomanía de moda en aquellos tiempos, el establecimiento había sido modelado en base al londinense Teatro Alhambra y, el día de su apertura, se le proclamó como el primer music-hall parisino - distinguiéndolo así de los más tradicionales cafés-chantant (cafés-conciertos).
El nombre de la compañía no deriva, como a veces se piensa, de la palabra francesa que significa locura o desatino (folie), sino de un término usado durante el siglo XVIII para denotar una casa de campo oculta por hojas (del latín, folia), donde era posible abandonarse libremente a diversas y gratas ocupaciones. En interés del color local, se le añadió el armonioso nombre de una calle próxima, la "Rue Bergère".
El balcón del auditorio, donde reservaban asiento de palco los miembros más elegantes de la audiencia, puede verse en el espejo de detrás del bar. Los oscuramente vestidos caballeros y las damas de largos guantes y anchos sombreros parecen estar más interesados en ellos mismos, o en la audiencia presente en la platea, que en el número del trapecio.
Las botas verdes puede que pertenecieran a la artista americana Katarina Johns, quien actuó en las Folie Bergère en 1881. Su show, una típica mezcla de audaces proezas, provocación erótica e insinuación sexual, atraían enjambres de parisinos y turistas. Sin embargo, la mayor atracción del establecimiento era su clientela: una nerviosa reunión de burgueses de clase media, dandys y "cocottes" llamativamente vestidas. Manet colocó dos de tales damas, amigas suyas, en asientos de palco: la hermosa demi- mondaine Méry Laurent en traje blanco y tras ella, en beige, la actriz Jeanne de Marsy.
En aquel tiempo era de rigeur el que los invitados se dieran una vuelta alrededor del local. Empezaban en el jardín de palmeras del entresuelo, paseaban luego lentamente, subiendo la ancha y curvada escalera, para terminar dándose una vuelta o dos por el paseo circular. Allí era donde los artistas realizaban sus esbozos, y escritores como Maupassant y Huysmans describieron la atmósfera única del lugar. Como Manet, hicieron famoso al teatro, aunque, según un entusiasta contemporáneo, no era "un teatro en absoluto - eran alrededor de dos mil hombres bebiendo, fumando y divirtiéndose, y alrededor de setecientas u ochocientas mujeres, todos bien vestidos y pasándoselo bien".

Suzon no necesitaba maquillarse

Suzon
El nombre de la joven era Suzon. Y de hecho, realmente trabajaba como camarera en las Folie Bergère cuando Manet le pidió que posara para él en su estudio. Esto es todo lo que sabemos acerca de ella. Lleva un negro, largo, corpiño de terciopelo sobre una falda gris: el uniforme común del personal femenino. En su novela Bel Ami, que apareció en 1885, el escritor y naturalista Guy de Maupassant describe "tres mostradores..., tronando tras los cuales se marchitaban tres camareras; maquilladas hasta las cejas, vendían bebida y amor".
La Suzon de Manet es diferente: su mirada es cautelosa, su complexión, aún joven y sonrosada, no necesita afeites. Es probablemente una chica procedente de uno de los suburbios rurales de París, y quizás fueran su juventud y frescura las que le dieron el trabajo en las Folie Bergère.
Chicas como Suzon servían en la mayoría de los cafés y restaurantes de la capital, o vendían lujosos objetos tras los mostradores de los grandes almacenes parisinos, cuya era, en aquel tiempo acababa justo de empezar. Según el historiador y filósofo Hippolyte Taine, servir tras un mostrador era el sueño dorado de toda auténtica parisina: era la oportunidad perfecta de utilizar sus talentos de encandiladora de hombres. Habían miles de estas chicas trabajando en París, y su modesta elegancia, su coquetería y sus agudas réplicas contribuyeron enormemente al atractivo de la metrópolis. Pero las cajeras, camareras y vendedoras cobraban sueldos miserables, y muchas de ellas se dejaban tentar por la idea de emplear sus "talentos" más provechosamente. Se unían entonces a las alrededor de 30.000 prostitutas de París que, prefiriendo mantenerse a distancia de los burdeles, buscaban clientes "furtivamente", dando a sus "padrinos de una noche" la ilusión de una aventura única y excitante.
Las Folie Bergère era uno de los principales centros de prostitución, especialmente de la del tipo más lujoso. El surtido iba desde la elegante Méry Laurent, la amiga de Manet, la cual disfrutaba del "respaldo" de un dentista americano por la friolera de 15.000 francos al mes, hasta la furcia común que, por un "petit moment", pedía al joven Charlie Chaplin ,allá por los primeros años del siglo, 20 francos y el valor de una vuelta en carruaje. Méry se exhibía en el palco; las "cocottes" deambulaban por el paseo.
Éstas últimas resultaban una excitante visión con sus brillantes colores y sus encantos generosamente expuestos. Los turistas, al volver a casa, cantaban sus alabanzas por toda Europa: esas típicas chicas parisinas, todas bonitas y sofisticadas. Las Folie Bergère y las "cocottes" que lo frecuentaban no tenían poco que ver con la legendaria reputación de "capital del mundo" que tenía la ciudad.
El novelista francés Huysmans se entusiasmó con el Folies Bergère que, según decía, era el único lugar en París que "olía tan seductoramente al maquillaje de alquilados afectos". En sus memorias, Charlie Chaplin recuerda nostálgicamente las damas que allí trabajaban: "En aquellos días, bellas y seductoras". Las mujeres sin compañía masculina sólo eran admitidas cuando se hallaban en posesión de una tarjeta especial, que expedía cada dos semanas el mismísimo director gerente a las más bonitas, elegantes y discretas de entre las prostitutas.

Cálido champán para un cuadro

Las botellas
La bebida favorita de aquellos que visitaban el Folies Bergère era, por supuesto, el champán. Varias botellas de característica bufanda dorada se alinean en el mostrador. El afortunado hallazgo de una carta de vinos de 1878 nos enseña que se ofrecían no menos de diez diferentes tipos de champán (de 12 a 15 francos la botella). Mummm, Heidsieck y Pommery extra-seco eran ofertados a 18 francos como "grands vins", mientras que un precio estándar englobaba "Glaces, Sorbets et boissons américaines". El licor de menta y la cerveza rubia (e inglesa) se incluían probablemente entre las "bebidas americanas" Manet muestra las botellas, incluyendo una inidentificable bebida rojiza, expuestas sobre el mostrador de mármol. Fueron probablemente sus brillantes colores los que le llamaron la atención.
El pintor se hallaba menos interesado en dar cuenta exacta del mostrador - habría puesto el champán en hielo - que en lograr ciertos efectos pictóricos. Ello explica también el artificio de reunir motivos de las Folie Bergère que, en realidad, estaban situados en partes totalmente distintas del edificio. Los tres bares, por poner un ejemplo, estaban en el jardín artificial del entresuelo; es evidentemente imposible que se pudiera ver la audiencia o los palcos desde allí, ni directamente ni reflejados en un espejo.
Más aún, Manet sumergió la escena en una pálida luz diurna que no puede proceder de las rutilantes arañas ni de las brillantes luces eléctricas. Es la luz de su estudio, donde pintó el cuadro. Allí, el artista reconstruyó la escena basándose en un pequeño número de bosquejos los cuales sí que fueron efectuados en el local.
Las simpatías de Manet iban hacia los realistas. Al igual que que los escritores Emilio Zola y Guy de Maupassant, quería mostrar lo que efectivamente veía, dar una descripcción objetiva de la realidad de su tiempo. Sus cuadros sobre escenas de las calles y cafés de París fueron objeto de una serie de escándalos. Al mismo tiempo, los críticos y el público aclamaban a pintores académicos que presentaban "sublimes" trabajos cuya temática se basaba en la antigüedad clásica. Los cuadros que recibieron las mayores alabanzas mientras Manet trabajaba en su Bar de las Folie Bergère tenían títulos como El reconocimiento de Odiseo por Telémaco (1880) o La furia de Aquiles(1881). A Manet se le denegaba el éxito; su trabajo era tachado de desagradable y trivial, o en otras palabras: de realista. Y sin embargo, según el amigo de Manet Jacques-Emile Blanche, "Manet no es un realista, es un clasicista; tan pronto como ve una pincelada en su lienzo empieza a pensar más en el cuadro que en la naturaleza. Y lo mismo opinaba un joven pintor que pudo verle mientras trabajaba en el Bar y que, en 1882, dejó dicho: "Aunque tenía modelos que posaban para él, Manet no copiaba la naturaleza; noté su maestría en el arte de la simplificación... Todo acababa abreviado".
En aquella época, Manet era ya un hombre muy enfermo. Como nos informa el mismo testigo ocular, mientras Manet trabajaba "se cansaba fácilmente y no le quedaba más remedio que tumbarse en un sofá". Por ello, durante sus últimos años Manet sólo pintó pasteles del formato más pequeño, los cuales resultaban menos exigentes físicamente: retratos de guapas chicas parisinas (también hizo un perfil de Suzon), frutas y, sobre todo, pequeños arreglos florales - como los manojos que le traía diariamente su amiga Méry Laurent, o el ramillete que llevaba en su pecho una camarera de las Folie Bergére. Manet confesó a su negociante en arte Vollard que le hubiera gustado ser el "San Francisco de las naturalezas muertas".

Prácticamente todo es ilusión

El dandy
El espejo ilumina lo que de otra manera hubiera permanecido invisible: la camarera, aunque aparentemente sola, es objeto de las lascivas proposiciones de un caballero. El hombre del sombrero de copa es uno más de los incontables dandys, "boulevardiers" y playboys: al igual que las seductoras parisinas, es un estereotípico habitante de la vida nocturna parisina.
El cuadro proporciona al espectador la extraña sensación de ser parte de la escena: como si, en la imagen del dandy reflejado por el espejo de las Folies Bergère, estuviera viéndose a sí mismo. Es una ilusión óptica y la marca de un genio: Manet desprecia a propósito las reglas de la óptica y de la perspectiva, y pinta el espejo tras el mostrador como si estuviera colgando oblicuamente con el plano del cuadro. Sin embargo, esta impresión es simultáneamente refutada por el hecho de que el marco del espejo corre paralelo con el mostrador de mármol.
La imagen frontal de Suzon hubiera excluído normalmente cualquier reflejo de su espalda, y el cliente únicamente hubiera sido visible si hubiera estado entre el bar y el espectador.
El espejo posterior ocupa más de la mitad del lienzo; aparte de la real, viva, figura de Suzon, practicamente todo es irreal, reflejo e ilusión - un símbolo apropiado de la vida nocturna y de sus variados artificios.
"París es la ciudad de los espejos", escribía el alemán Walter Benjamin en 1929, "...de ahí la particular belleza de las mujeres parisinas. Antes de que un hombre las mire, ellas mismas se han visto reflejadas decenas de veces. Pero el hombre mismo también se ve reflejado en espejos todo el tiempo; en cafés, por ejemplo.. los espejos son el elemento espiritual de la ciudad, su escudo de armas."
La cita es del ensayo de Benjamin: "Una declaración de amor de poetas y artistas a la capital del mundo". Medio siglo separan al escritor alemán del pintor francés, pero ambos están igualmente encandilados por París.
Manet no quería dejar su ciudad natal ni por un momento. Cuando, allá por la segunda mitad de los sesenta, sus amigos pintores se fueron al campo a estudiar pintura al aire libre, Manet se quedó en la capital, paseando por la tarde por los bulevares, frecuentando los cafés más de moda y - elegante figura de negro sombrero de copa y seda con bastón de dandy - dejándose caer al anochecer en el Folies Bergère.
"La vida parisina", escribió el poeta Charles Baudelaire, amigo de Manet, "es rica en temas poéticos y maravillosos. El pintor, el verdadero pintor que todos estamos esperando, será alguien que capture la calidad épica de la vida diaria, alguien que nos haga ver y comprender, mediante el dibujo y el color, cuán grandes y poéticos somos con nuestras corbatas y zapatos de piel patentados". Y éste, precisamente, fué el logro de Manet en su último gran trabajo, en el cual se despide de los placeres específicamente parisinos que tanto significaron para él. Pintó una camarera en su uniforme de faena, en su entorno diario, pero lo hizo de tal manera que los críticos han visto en ella "una figura mítica, una gran sacerdotisa intensamente francesa", un símbolo del individuo aislado, o la inmortal hermana del las antiguas diosas.

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